Felipe Calderón y Rodrigo Duterte: dos guerras fallidas contra el narcotráfico

Dos presidentes, dos países y una misma promesa: erradicar el crimen con mano dura. Felipe Calderón en México y Rodrigo Duterte en Filipinas, basaron gran parte de su mandato en una guerra contra el narco y las drogas que, lejos de traer paz, dejaron un rastro de violencia, abusos y un legado de inseguridad que aún persiste. 

Aunque con una década de diferencia y en contextos distintos, ambos apostaron por estrategias violentas y discursos de confrontación total, confiando en que la fuerza bruta bastaría para acabar con el crimen. ¿El resultado? Más muertos, más crimen, menos seguridad.

Felipe Calderón (México, 2006-2012): una fallida “guerra contra el narco”

Cuando Felipe Calderón asumió la presidencia de México en 2006, llegó con la promesa de devolverle la seguridad al país. ¿Su plan? Declararle la guerra al narcotráfico con operativos masivos, enfrentamientos directos y el uso del ejército en las calles.

El resultado fue una escalada brutal de violencia. Grupos criminales como el Cártel de Sinaloa y Los Zetas se adaptaron, se fragmentaron y convirtieron a México en un campo de batalla. Las cifras de homicidios se dispararon y la impunidad se convirtió en la norma. Aunque Calderón insistió en que su estrategia debilitó a los cárteles, la realidad es que la violencia se desbordó y sembró el terror en todo el país.

Además, su discurso de “los buenos contra los malos” quedó en entredicho cuando surgieron casos de corrupción dentro de las mismas fuerzas encargadas de combatir al crimen. Ni hablar del colapso social en estados como Tamaulipas, Michoacán y Chihuahua, donde la gente vivía entre balaceras y toques de queda no oficiales.

Rodrigo Duterte (Filipinas, 2016-2022): la “guerra contra las drogas” más brutal del mundo

Diez años después, en Filipinas, Rodrigo Duterte aplicó una versión aún más extrema de la guerra contra las drogas. Su estrategia no iba directamente contra los cárteles, sino contra los consumidores de droga y cualquier persona sospechosa de ser traficante.

Bajo su mando, la policía tenía vía libre para disparar primero y preguntar después. La consigna era clara: no habría juicios, solo ejecuciones. Duterte incluso se jactaba de haber matado criminales con sus propias manos cuando era alcalde de Davao, como si la violencia fuera una insignia de honor. La mayoría de las ejecuciones ocurrieron en las calles, a manos de personas no identificadas.

“Hitler masacró a tres millones de judíos. Ahora hay aquí (en Filipinas) tres millones de drogadictos. Estaría feliz de masacrarlos”, dijo en un discurso en 2016.

Las cifras de su “guerra contra las drogas” son escalofriantes. Al menos 6.200 personas murieron en la guerra contra las drogas, según cifras oficiales. Organizaciones de derechos humanos sitúan el número en 27.000. Muchas de ellas sin pruebas reales en su contra. Este martes fue detenido en Manila tras una orden de arresto de la Corte Penal Internacional (CPI) por crímenes contra la humanidad.

Duterte, sin embargo, defendía su estrategia con un discurso populista: “Si eres un criminal, mejor desaparece o te haré desaparecer yo”. Y aunque en su país muchos lo aplaudieron al principio (e incluso, por alguna razón, terminó su mandato con 50% de aprobación), la pregunta inevitable es: ¿realmente resolvió el problema?

Diferentes métodos, el mismo resultado: más violencia

Aunque Calderón y Duterte operaron en contextos distintos, sus estrategias comparten errores clave. La militarización no es sinónimo de seguridad, ya que sacar al ejército o a la policía a las calles sin una estrategia clara solo aumenta la violencia y la represión. 

Además, el crimen organizado y el tráfico de drogas no se acaba con balas; los cárteles en México y Filipinas se adaptaron, se reorganizaron y siguieron operando, demostrando que la estructura criminal es más compleja que simplemente eliminar a sus líderes. 


También es evidente que los derechos humanos no pueden ser considerados “daños colaterales”, pues cuando un gobierno normaliza las ejecuciones o la brutalidad policial, se abre la puerta a abusos y a una violencia descontrolada. Finalmente, la guerra sin estrategia solo deja más guerra.


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