A lo largo de la historia, el feminismo ha sido incómodo. Y cada 8 de marzo lo confirmamos. Año tras año, los medios y miles de usuarios en redes se apresuran a defender paredes y monumentos, a compartir historias de hombres supuestamente agredidos en las marchas y, por supuesto, a resucitar la famosa foto del perro con pintura morada. Como si el problema fueran las feministas y no la violencia que las obliga a salir a las calles.
Se indignan más por una pintada en piedra que por los nombres escritos en ella. Gritan que “esas no son formas”, pero callan ante los feminicidios, las violaciones, las desapariciones y la impunidad. Se preocupan más por limpiar una fachada que por limpiar un sistema podrido que deja a miles de mujeres sin justicia.
La criminalización de las marchas feministas no es accidental. Es una estrategia para desacreditarlas, para distraer del verdadero problema, para callar el dolor de miles de madres, hermanas, hijas y amigas que siguen buscando a sus desaparecidas, que siguen llorando a sus asesinadas.
El Estado y su papel en la criminalización de la protesta
El Estado, en lugar de atender las exigencias de justicia, niega la existencia de la crisis de violencia de género y, peor aún, criminaliza a quienes alzan la voz.
A esto se suma la indiferencia de la sociedad, que en muchas ocasiones prefiere criticar la manera en la que las mujeres protestan en lugar de cuestionar por qué protestan. Las marchas son tachadas de violentas, desproporcionadas e innecesarias, mientras que la violencia que las provoca sigue siendo normalizada y, en muchos casos, ignorada.
La represión no solo se da en las calles con el uso de la fuerza pública contra manifestantes. También se ejerce desde el discurso oficial y los medios de comunicación. La narrativa gubernamental y mediática suele centrarse en desacreditar el movimiento, presentando a las feministas como un grupo radical y peligroso, desviando la atención del verdadero problema: los feminicidios, las desapariciones y la impunidad.
La estrategia es clara: convertir a las mujeres que protestan en el enemigo, mientras el verdadero agresor—un sistema que permite y perpetúa la violencia de género—queda en la sombra.
La estigmatización de las protestas
De acuerdo con la doctora Daniela Cerva-Cerna, en su artículo “Criminalización de la protesta feminista: el caso de las colectivas de jóvenes estudiantes en México (2021), la protesta feminista incita a la “crítica, cuestionamiento, burla, menosprecio, e incluso más violencia. Quien protesta confronta, se atreve, reclama, y en el juego de los roles de género, estos comportamientos no son permitidos a las mujeres”.
De ahí que las marchas, los performances, las pintas y las protestas resultan incómodas, por el hecho que son mujeres quienes recurren a la violencia y la rabia, dos cosas que, en los roles de género, son impensables para la figura femenina.
En consecuencia, como señala Cerva-Cerna, el movimiento feminista nace estigmatizado y se emplea el uso de la violencia, el desgaste emocional, agresiones y amenazas. Se desacreditan las denuncias, se minimizan los reclamos y se reprime a las activistas con el objetivo de desincentivar la movilización.
“No son formas” vs. “Nos están matando”
Año tras año, el guion se repite. Se condenan las pintas en los monumentos, pero no las cifras alarmantes de feminicidios. Se ridiculiza la lucha con memes y titulares sensacionalistas, mientras que la violencia real—la que arrebata vidas—se sigue viendo con indiferencia.
La iconoclasia, es decir, la intervención de monumentos durante las protestas, es uno de los principales puntos de ataque contra el movimiento. Se le da un valor casi sagrado a estatuas y paredes, mientras que la vida de las mujeres sigue siendo tratada como un daño colateral.
El discurso de “esas no son formas” se convierte en una herramienta para silenciar el enojo legítimo de quienes han perdido a una hija, una hermana, una amiga. Pero, ¿cómo exigir paciencia cuando la justicia nunca llega? ¿Cómo pedir calma cuando las mujeres son asesinadas todos los días?
Este tipo de discursos (creer que “no son formas”) crea una división extrema en la sociedad, donde las feministas son presentadas como un peligro y sus acciones son descalificadas. En lugar de escuchar sus demandas, se construye una narrativa en la que ellas son “las malas”, mientras que quienes rechazan las protestas son “los buenos”.
Esta distorsión de la realidad contribuye a que muchas personas duden de la gravedad de la violencia de género y prefieran ignorar las denuncias.
Como parte de este ataque, se utilizan insultos y estereotipos para ridiculizar el movimiento, llamando a las feministas “locas”, “feminazis”, “mujeres amargadas” o “lesbianas frustradas”. Estas etiquetas no solo buscan desacreditarlas, sino que reflejan el rechazo que genera ver a mujeres exigiendo justicia con fuerza y determinación.
Además, los medios de comunicación refuerzan esta imagen negativa al enfocarse en los actos de protesta más llamativos—como las pintas o la iconoclasia—en lugar de centrarse en las razones detrás de la movilización. De esta manera, se desvirtúa el movimiento y se le retrata como promotor de la violencia, desviando la atención de los verdaderos problemas que enfrentan las mujeres.
La lucha sigue, la rabia también
El feminismo no busca generar caos, busca justicia. Y si la rabia incomoda, es porque por fin nos están escuchando. Lo verdaderamente desproporcionado no son las marchas, es la violencia que las provoca. A todas las niñas, jóvenes, y mujeres adultas que marchan o resisten desde su trinchera, que sepan que no están solas, no están exagerando, y su lucha es legítima.
Texto para la revista Magnífica: Click aquí para leerla.
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