Hace apenas unas semanas, el cardenal Robert Francis Prevost fue nombrado como el nuevo pontífice de la Iglesia Catolica. Y bastó un segundo para que medios, creyentes y todo mundo comenzara a referirse a él con su nuevo nombre eclesiástico: Papa León XIV.
Nadie dijo “¿no me voy a confundir si ahora le digo distinto?”, “para mí siempre será Robert”, y mucho menos “lo respeto, pero lo seguiré llamando Robert Prevost”. Simplemente lo aceptaron. Lo respetaron. Lo nombraron como pidió ser nombrado. Y ahí es cuando nos preguntamos: ¿por qué sí es tan fácil respetar eso cuando se trata de una persona que se ajusta a la heteronormatividad, pero cuesta tanto trabajo cuando se trata de la comunidad LGBT+?
El peso del prejuicio
No es raro que cuando una persona trans comparte su nuevo nombre, haya quien insista en seguir usando su deadname (el nombre que usaban antes de su transición). A veces lo hacen por ignorancia, otras por terquedad o hasta con mala intención.
Lo mismo pasa cuando una persona no binaria pide que se usen pronombres neutros, o cuando alguien decide usar un diminutivo o cambiar su nombre por algo que le hace sentir más auténtique. De repente, todo el mundo olvida cómo funciona el respeto.
¿Y cuántas veces hemos escuchado frases como: “pero es que me cuesta trabajo acostumbrarme”, “siempre se llamará así para mí”, “es que así está en sus papeles”,
o peor, “yo respeto, pero no voy a cambiar cómo le digo”?
En cambio, a los papas se les respeta el nuevo nombre de inmediato. A los artistas cuando eligen un nombre artístico, también. Incluso cuando figuras públicas hacen un cambio de nombre por razones personales, religiosas o profesionales, rara vez alguien se resiste. ¿Entonces por qué cuando se trata de identidades queer, no se aplica esa misma lógica?
No es un capricho, es identidad
Y sí, sabemos que algunas personas podrían decir que no es justo comparar el cambio de nombre de una figura religiosa con el de una persona trans. Pero en realidad, esa comparación es totalmente válida porque lo que está en juego es exactamente lo mismo: el derecho a ser nombrade como une decide ser nombrade. La diferencia está en cómo la sociedad reacciona ante ese derecho según quién lo ejerce.
Y no, no es solo por la fama o el poder, porque incluso personas trans muy conocidas siguen enfrentando la negación de su identidad. Elliot Page tuvo que corregir entrevistas y publicaciones donde usaban su deadname. Hunter Schafer ha sido cuestionada sobre su identidad como si fuera un tema de debate. Entonces, lo que tenemos no es un problema de falta de comprensión, sino de transfobia interiorizada.
Nombres que son identidad
Para las personas trans y no binarias, su nombre no es un capricho, es una afirmación de su existencia, de su identidad, de su historia. Y respetarlo no es una concesión ni una cortesía, es un acto mínimo de humanidad. Llamar a alguien por su nombre correcto es validar que existe como quiere y necesita existir.
Lo se pide no es un acto heroico, ni siquiera es complicado: es simplemente decir los nombres como son. Reconocer a las personas por cómo se nombran, por cómo se presentan ante el mundo. No hay nada más básico que eso en términos de respeto.
El respeto no es selectivo
Si respetamos los nombres artísticos, los nombres religiosos, los nombres que elegimos cuando nos gusta más usar nuestro segundo apellido en redes, o incluso los nombres que nos inventamos para videojuegos, entonces no hay excusa para no respetar el nombre de una persona queer.
Porque no se trata de lo que te suena raro, sino de si tienes la empatía y la conciencia de que ese nombre puede ser la diferencia entre la violencia y el respeto, entre la invisibilización y la afirmación.
Antes de decir que “te cuesta trabajo”, que “siempre será ese nombre para ti”, o que “es muy complicado”, piensa en todos los nombres que has aprendido a decir sin problema: artistas coreanos, personajes de anime, escritores escandinavos, papas con numeración romana.
Si tan fácil se acepta que un hombre que entra al Vaticano como Robert Francis salga como León XIV, entonces también podemos —y debemos— aceptar que alguien se llame como lo desea. Sin preguntas. Sin burlas. Sin peros. Porque sí, respetar el nombre de alguien es respetar su identidad. Y eso, en realidad, no tiene nada de difícil.
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