¿El cringe nos está haciendo más conservadores? La estética de la vergüenza y sus efectos en cómo pensamos

Vivimos en una era donde todo —literalmente TODO— puede ser considerado “cringe”.

Desde bailar con ganas, vestirte de cierta manera, cantar en conciertos, subir fotos, hasta decir en voz alta que amas cierta canción… Todo eso puede desencadenar un “ay no, yo no podría qué pena ajena”.

Sin embargo, este rechazo extremo al cringe está teniendo consecuencias más allá de la burla: podría estar empujándonos hacia posturas más conservadoras.

¿Qué es el cringe?

El cringe es esa mezcla de incomodidad y vergüenza ajena que sentimos cuando vemos a alguien hacer algo que, a nuestros ojos, parece ridículo, exagerado o fuera de lugar.

Pero si lo pensamos bien, muchas veces eso que juzgamos como cringe no es algo malo en sí. Solo es alguien mostrando lo que le gusta, sin miedo al juicio. Y ahí está la trampa: no nos da vergüenza lo que hacen, sino que lo hagan sin pena.

Fingir desinterés se volvió la norma

Lo preocupante no es solo que se diga “qué cringe” por cualquier cosa. Lo preocupante es que cada vez más personas dejan de hacer lo que disfrutan para evitar esa etiqueta.

El problema es profundo: mostrar que algo te importa mucho ahora está mal visto. Se ha vuelto más “aceptado” actuar como si nada te afectara, como si todo te diera igual. Y así, poco a poco, de cierta forma nos vamos autocensurado.

La cultura Gen Z ha aprendido —o ha sido condicionada— a evitar todo lo que parezca intenso, apasionado o demasiado emocional. No porque esas cosas sean malas, sino porque temen parecer ridículos. Y eso no solo limita lo que hacemos. También moldea cómo pensamos.

Mostrarse genuino, reírse fuerte, gritar de emoción, amar algo sin filtros… todo eso quedó fuera del catálogo de lo aceptable. En su lugar, lo que se aplaude es la indiferencia estética: ser lo más neutral posible, emocionalmente plano, como si demostrar que te importa algo fuera una debilidad.

Del miedo al juicio, al pensamiento conservador

Esta cultura del “cringe” no es solo un juego de burla entre generaciones. Es un mecanismo que empuja al conformismo emocional y, sin darnos cuenta, a posturas más conservadoras.

¿Por qué? Porque si expresar emociones, hablar de lo que te apasiona o cuestionar lo que está mal te convierte en blanco de burlas, entonces es más fácil no involucrarte. Y cuando no te involucras, es más fácil que adoptes discursos seguros, cómodos, “de sentido común”… que muchas veces son conservadores.

Así, lo que empieza como una simple burla termina reforzando la idea de que sentir mucho está mal. De que es mejor callar que hablar. Que hay que encajar, no destacar. Pues, la burla colectiva del cringe crea una comunidad más alineada emocionalmente, lo que logra cohesionar discursos conservadores, incluso sin contenido ideológico profundo o que arrastran prejuicios.

La cultura del cringe

La cultura del “cringe” actúa como un filtro social. Se vuelve un juez invisible que decide qué es digno y qué no. Y como sociedad, cuando premiamos la frialdad y castigamos la emoción, creamos una atmósfera donde lo genuino se ve como algo ridículo. 

Cuando las personas se burlan o insultan a otras por ser “cringe” (vergonzosas) debido a sus gustos o comportamientos, suele percibirse como algo divertido o inofensivo, aunque en realidad le da a quienes se burlan una sensación de superioridad.

Y eso, aunque no lo parezca, nos aleja de lo progresista y nos acerca al pensamiento conservador, donde todo debe mantenerse dentro de límites cómodos, predecibles, sin sobresaltos ni incomodidades.

¿Estamos creando, sin querer, un “conservadurismo estético” que censura lo que sentimos, lo que nos gusta y lo que somos? Tal vez no se trata de dejar de sentir vergüenza, sino de dejar de tenerle miedo. Porque al final, vivir sin miedo a lo cringe es también una forma de resistencia emocional y política.


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