Hablemos de la Hermana Hong: abusos, engaños y el lado oscuro del internet

A estas alturas, todos hemos oído hablar del escándalo de la Hermana Hong. No hace falta repetir los detalles, pero por si eres de los que de plano no se entera de nada, aquí te va el contexto rápido: detrás de todo estaba Jiao, un hombre de 38 años que durante años se hizo pasar por mujer en apps de citas en China. 

Con un perfil convincente, logró concretar encuentros íntimos con más de 1,600 hombres, a los que grabó sin consentimiento y luego vendió los videos a plataformas para adultos.

Lo que comenzó como una historia compartida entre pocos, pronto se volvió un fenómeno viral cargado de morbo, burlas y exposición masiva. Pero más allá del chisme y los memes, el caso dejó al descubierto algo más preocupante: la falta de empatía colectiva, el doble rasero con que tratamos a las víctimas y la forma en que convertimos el abuso en entretenimiento.

Una cultura que elige a quién llamar víctima

El caso involucra a hombres que fueron manipulados emocional y sexualmente para compartir contenido íntimo, sin su consentimiento, y bajo una identidad falsa. Aun así, muchos no los consideran víctimas.

¿Por qué? Porque nuestra cultura sigue asociando la victimización al rol femenino, y cuando los hombres ocupan ese lugar, la respuesta social no es empatía, sino burla.

La doble moral es evidente: como las víctimas fueron hombres y el abusador fingía ser una mujer, se minimiza el daño. Se hacen bromas. Se comparte el contenido sin pensar en las consecuencias legales o emocionales. Incluso hay quienes aseguran que “ellos sabían y no les importó”, como si eso justificara el hecho de que fueron grabados sin permiso y su intimidad fue vendida.

Si los roles se invirtieran

¿La reacción sería la misma si las víctimas hubieran sido mujeres? ¿Se compartirían los detalles con tanta ligereza? ¿Se usarían memes para minimizar el daño? La respuesta es obvia. La violencia no cambia según el género, pero la reacción social sí. Cuando no encaja en el molde que entendemos como “víctima legítima”, se vuelve objeto de burla. Y eso no solo perpetúa el daño, lo normaliza.

Vivimos en un internet que convierte todo en contenido. El morbo genera clics, el escándalo entretiene. Y cuando el algoritmo detecta que algo genera reacciones, lo sigue alimentando sin filtro ni ética.

Este caso no solo fue una violación a la privacidad de cientos de personas. Fue también una demostración de que la violencia puede disfrazarse de tendencia, y el abuso de entretenimiento. Y el público, en lugar de denunciarla, la compartió.

¿Qué nos dice esto?

Más allá del caso, el fenómeno mediático revela una incomodisima verdad: seguimos sin saber cómo hablar de abuso sin que el género condicione nuestra empatía.
Este no es un caso para reír. Es un caso para mirar de frente cómo operan nuestros sesgos. Y sobre todo, para preguntarnos por qué seguimos jugando con el dolor ajeno siempre que nos parezca gracioso.


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