MAGA y el obradorismo: opuestos, pero igual de radicales

¿Cómo definirías la política de los últimos años? Quizá “polarización extrema” es un buen término. En Estados Unidos, el movimiento MAGA (Make America Great Again) ha sido la bandera de Donald Trump y su base de seguidores; mientras que en México, el obradorismo se ha consolidado como una ideología que sigue a Andrés Manuel López Obrador casi de forma inquebrantable. 

A simple vista, parecen polos opuestos: uno conservador y nacionalista, el otro progresista y con un discurso de justicia social. Pero si rascamos un poco la superficie, nos damos cuenta de que tienen mucho más en común de lo que parece.

Fanatismo político: cuando la lealtad ciega toma el control

Tanto el MAGA como el obradorismo han convertido la política en un terreno de lealtades absolutas. Para sus seguidores, no importa cuántos escándalos, fallos o contradicciones tengan sus líderes: siempre habrá una justificación. 

Trump puede ser acusado de intentar revertir elecciones o incluso convertirse en el primer presidente convicto de EUA, y sus seguidores lo defenderán alegando que todo es una conspiración en su contra. López Obrador puede minimizar problemas como la violencia o la crisis en el sistema de salud, y su base dirá que “tienen otros datos”, que todo es culpa de “la oposición”. 

El problema aquí no es solo la defensa a muerte de un líder, sino la anulación del pensamiento crítico. Sus seguidores dejan de evaluar políticas o resultados, se limitan a seguir una narrativa única en la que el líder nunca se equivoca y sus críticos son enemigos del pueblo, no hay espacio para cuestionar decisiones.

“Todos están en mi contra”

Otro punto clave que comparten estos movimientos es la necesidad de un enemigo común. Trump y sus seguidores han demonizado a los inmigrantes, a la prensa y a la izquierda, mientras que AMLO y sus simpatizantes han construido su propio “villano” en los medios de comunicación, la “mafia del poder” y los “neoliberales”.

Ambos discursos funcionan porque simplifican la realidad: si las cosas van mal, es culpa de los opositores, nunca del gobierno. Según la criminóloga Leslie Reid, este fenómeno se debe en parte a la necesidad de buscar chivos expiatorios para problemas complejos, como lo son las causas de la violencia.

Si hay crisis, desempleo o inseguridad, no es porque la administración cometa errores, sino porque hay “fuerzas externas” boicoteando el progreso. Esta narrativa polariza, pero sobre todo radicaliza a la sociedad, haciendo que cualquier debate político se convierta en un enfrentamiento entre “traidores” y “patriotas”.

Cuando un líder se convierte en religión

Tanto Trump como AMLO han construido su imagen como figuras casi mesiánicas. No son simples políticos, son “salvadores” de la nación. Esta estrategia les funciona muy bien por dos cosas: refuerza la lealtad de sus seguidores, y hace que cualquier crítica hacia ellos se perciba como un ataque a la nación misma.

En este punto, el debate democrático se desvanece y se transforma en culto a la personalidad. No se vota por ideas o proyectos, se vota por una figura que representa algo más grande que la política: una promesa de cambio, una identidad colectiva, una “lucha contra el enemigo” y lo malo del sistema. Porque claro, bajo esta idea ningún otra persona que no sea Trump o AMLO son buenas opciones.

La radicalización que causan

El problema de estos movimientos —además que dividen— empujan a la sociedad hacia la radicalización de extremos. En territorio estadounidense, hemos visto cómo el MAGA está llevando a actos de total odio contra inmigrantes; y en México, el obradorismo ha generado un clima de hostilidad creciente hacia cualquier tipo de oposición.

Cuando la política se basa en lealtades ciegas, en enemigos comunes y en la idolatría de un líder, el resultado es siempre el mismo: la gente deja de escucharse, el diálogo desaparece y cualquier intento de consenso se convierte en una guerra.

Si algo nos enseña la historia es que los extremos, aunque parezcan opuestos, terminan pareciéndose más de lo que nos gustaría admitir. El reto para las nuevas generaciones es no caer en este juego de polarización. No se trata de apoyar ciegamente a un líder o de odiar a su oposición, sino de exigir resultados y cuestionar narrativas.


MAGA y el obradorismo pueden tener ideologías distintas, pero al final, el efecto es el mismo: sociedades divididas, discursos de odio y un futuro en el que el diálogo se convierte en algo imposible.


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