Es 1968. El PRI lleva casi cuatro décadas en el poder. Un movimiento pacífico de estudiantes reclama mayor democratización en la vida política mexicana, así como la liberación de protestantes encarcelados. Los Juegos Olímpicos de México están a días de inaugurarse, los primeros en Latinoamérica. La atmósfera se va cargando de tensión. Es 2 de octubre, el aire se siente pesado, y todo culmina en una tragedia al momento en que se escuchan los primeros disparos.
Ese día las calles se mancharon de la sangre de miles de jóvenes que sólo pedían libertad y justicia. La matanza de Tlatelolco no sólo fue un ataque a los estudiantes, sino un golpe directo a los ideales de libertad y democracia. Es un recordatorio de cómo, en nombre del orden, el gobierno puede volverse contra su propio pueblo. Pero también es un testimonio del poder de la memoria.
Día oscuro y trágico
El 2 de octubre de 1968 es una fecha que quedó grabada en la memoria colectiva de México como un día oscuro y trágico. Ese día, miles de estudiantes se reunieron en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, Ciudad de México, para protestar pacíficamente contra el gobierno autoritario del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz.
El movimiento estudiantil había cobrado fuerza en los meses previos, exigiendo mayores libertades democráticas y el fin de la represión gubernamental.
Al caer la tarde, ese día, las luces de bengala iluminaron el cielo. De repente, se desató el caos: soldados y miembros del Batallón Olimpia abrieron fuego indiscriminadamente. Gritos, estampidas, disparos. La violencia envolvió a la multitud. Cuerpos cayeron al suelo, heridos o sin vida. Decenas, tal vez cientos, murieron en cuestión de minutos.
El sueño de cambio se convirtió en pesadilla, y el gobierno buscó ocultar la magnitud de la represión, culpando primero a los manifestantes de iniciar la violencia. A pesar de ello, los testimonios y las pruebas reunidas a lo largo de los años revelan que cientos de estudiantes fueron asesinados, heridos y desaparecidos por órdenes del gobierno.
Memoria y resistencia
Desde entonces, cada 2 de octubre se convierte en una jornada de memoria y resistencia. No es solo una conmemoración, sino un recordatorio de que la lucha por los derechos y la justicia sigue vigente. En las calles de la Ciudad de México, el ambiente es solemne, pero lleno de fuerza.
Las banderas ondean en alto, las pancartas llevan consigo los rostros de los caídos y las consignas “¡2 de octubre no se olvida!” y “Ni perdón ni olvido” retumban en las paredes, resonando como una promesa colectiva. Cada paso es una afirmación de que la lucha no ha terminado.
Generación tras generación, jóvenes que no habían nacido en 1968 toman el legado de quienes cayeron ese día, gritando las mismas consignas, reclamando la misma justicia. Es un dolor compartido que une generaciones, una herida que sigue abierta.
Una lucha que aún continúa
Una herida abierta que ha evolucionado para incluir otras luchas, los nombres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa y la exigencia de justicia por ellos se funde con los gritos por los estudiantes asesinados en 1968.
La masacre de Tlatelolco fue un acto de represión brutal que mostró hasta dónde estaba dispuesto a llegar el gobierno para silenciar las voces de aquellos que exigían un cambio.
Para los movimientos sociales actuales, es un emblema de lucha contra la represión. El 2 de octubre es una fecha para exigir justicia no sólo por los caídos en 1968, sino también por las víctimas de desapariciones forzadas, feminicidios, y la violencia. Al recordar este trágico evento, se subraya la importancia de mantener viva la lucha por la libertad de expresión, la justicia social, y el respeto a los derechos humanos.
En tiempos donde la violencia y la represión siguen siendo realidades en México, recordar Tlatelolco es una obligación moral. No sólo para honrar a los que ya no están, sino para asegurarnos de que su lucha siga siendo la nuestra. Cada año que pasa y cada marcha que se organiza es una señal de que la memoria sigue viva, de que el 2 de octubre no se olvida, ni se perdona.
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