El estreno de la película de Minecraft en los cines se ha convertido en todo un espectáculo: Fans vestidos de Creeper, gritos al unísono cuando aparece el Chicken Jockey, abrazos colectivos, euforia desbordada… incluso expulsiones por comportamiento “excesivo” que no han evitado que esta celebración se viralice.
¿La reacción en redes? Aplausos. Humor. Orgullo geek. Como si ver Minecraft en cines no fuera solo ir al cine, sino “vivir algo que solo pasa una vez”.
Pero aquí viene la pregunta incómoda: ¿por qué cuando las chicas o públicos “no masculinos” hacen exactamente lo mismo —disfrazarse, cantar, llorar, compartir la emoción en el cine— en películas como Barbie, The Eras Tour o incluso Twilight, la narrativa cambia por completo? De pronto ya no es “increíble” sino “ridículo”. Ya no son un “fandom” sino “intensas”.
Porque lo que hace a Minecraft celebrable no es solo el juego, es quién lo celebra: en su mayoría, chicos jóvenes, cis, hetero. Y cuando ellos se emocionan, eso está bien, merece ser celebrado. Pero si lo hacen las mujeres o comunidades queer, entonces es “cringe”, “demasiado”, “inmaduro” o “hormonal”.
El cine como experiencia compartida… pero no para todas las personas
El cine siempre ha sido un espacio de comunión emocional. Pero aún así, los límites de lo que se considera una emoción válida siguen marcados por el género. Quienes fueron de rosa a ver Barbie, no recibieron aplausos, sino burlas y hasta críticas a su cuerpo y apariencia.
Lo mismo pasó con The Eras Tour en cines. Cantar, bailar y compartir la experiencia con el fandom fue visto por muchos como algo molesto o innecesario. En cambio, el caos colectivo en funciones de Minecraft, incluyendo el ya famoso “¡Yo soy Steve!” gritado con emoción, se ve como un nuevo estándar.
E incluso recordemos como con Spider-Man pasó lo mismo. Hombres cis heteronormados disfrazados por todas partes, no hubo crtíticas, al contrario se aplaudio.
Hay un patrón cultural claro: cuando las mujeres o públicos “no masculinos” aman algo con intensidad, ese algo pierde automáticamente “seriedad” o “valor”. No importa si es One Direction, Crepúsculo, Taylor Swift o cualquier grupo de k-pop: si se percibe como algo “femenino” y te gusta, se asume que tu gusto es superficial. Si lo ama un hombre, entonces es culto, nostálgico, emocionalmente válido.
Este doble estándar es una de las formas más sutiles y poderosas de control que ejerce el patriarcado: desacreditar los espacios emocionales donde las mujeres encuentran identidad, comunidad y placer.
Lo que molesta no es el ruido, es quién lo hace
En realidad, no molesta el ruido, ni los gritos, ni el cosplay. Lo que molesta es que no sean ellos los protagonistas. Porque cuando el protagonismo emocional no lo tiene el patriarcado, se siente como una amenaza.
Desde los tiempos de los Backstreet Boys, One Direction o Justin Bieber hasta hoy con la popularidad del k-pop, si el público es en su mayoría femenino, entonces es ridiculizado y desacreditado por el simple hecho de tener voz, emoción y comunidad.
Y ojo, no es que Minecraft no merezca la celebración que está teniendo. Claro que sí. Es parte de la infancia y la identidad de millones. Pero lo que urge señalar es la hipocresía de quienes aplauden una celebración y escupen sobre otra que luce igual —o más— apasionada.
El monopolio masculino del entusiasmo
La crítica obsesiva a Taylor Swift, el odio a Twilight, los intentos constantes de ridiculizar a cualquier fan de k-pop, responden a un mismo patrón: una masculinidad tan insegura que necesita reafirmarse restando valor a todo lo que no la incluye o valida.
La masculinidad frágil no soporta que alguien más disfrute libremente si ese goce no gira en torno a ella. Por eso, ridiculiza y se mofa de lo “femenino”. Por eso, convierte cada expresión cultural en una oportunidad para ejercer su presunta superioridad. Porque si la emoción femenina se valida, si otras comunidades comienzan a ocupar espacios sin pedir permiso, entonces ¿qué les queda a ellos?
El sistema patriarcal no invalida el entusiasmo: invalida el entusiasmo femenino. Porque reconocerlo implicaría admitir que hay valor, comunidad, arte y poder en esas experiencias. Y eso resulta incómodo para un sistema que ha hecho del gusto masculino la medida universal del valor cultural.
La emoción no tiene género. La cultura tampoco debería. Y nadie debería pedir permiso o sentirse mal por disfrutar algo que le emociona. No hay nada malo con apasionarte por algo que amas.
Deja un comentario